Testimono de un militar de intendencia, superviviente de la Cárcel de San Antón.

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“Un militar de Intendencia, teniente el 18-7-36, familiar de un ex ministro de la Guerra de la República, me ha facilitado este testimonio rogándome silencie -al menos mientras viva - su nombre. Helo aquí: “ Soy detenido a finales de agosto de 1936 y en un camión de la Guardia de Asalto ingreso en la cárcel de San Antón. Me destinan a la quinta galería en la que me encuentro con mis compañeros militares. Nuestro jefe era el comandante de Aviación Carlos Westendorf (que luego llegaría a general). Le llamábamos cariñosamente “el alcalde”.

Nuestros guardianes eran una milicia heterogénea, unas veces comunistas, otras socialistas, también anarquistas. La mayor parte de ellos nos estaban provocando constantemente, diciéndonos: “Os vamos a pinchar”, “Fascistas de mierda”, “Vais a morir como perros” y otras lindezas.

Poco tiempo después de mi ingreso en prisión, vinieron unos militares  a ofrecernos prestar servicio en el Ejército de la República a cambio no sólo de la libertad sino de importantes ascensos. Yo pensaba que era lo menos que debían ofrecernos, ya que un “teniente coronel” de los que vi en el grupo le reconocí enseguida como el cabo fotógrafo de nuestro cuartel de Intendencia. La proposición fue inútil, pues todos a una nos negamos a luchar contra nuestros compañeros.

Y aunque todos los días se producían asesinatos, las grandes sacas no comenzaron hasta el 6 de noviembre. Al principio empezaron por orden alfabético y mi apellido era de las últimas letras. Cuando se fueron acercando a la mía, le di una medalla a Quesada Torres, un amigo que vivía en la calle Torrijos, para que se la entregase a mi familia. Sin embargo, le sacan a él y se lo llevan a Paracuellos en las sacas de finales de noviembre.

Días después, me bajan junto a otros presos a la sala de espera de la prisión, que era tanto como decir que estaba “en capilla”. Nos quitan los relojes, anillos, plumas y demás objetos de valor. Yo le pregunto a un miliciano que si es para “trasladarnos” no tenían porque quitarnos estas cosas. No me contesta. Y tras estar así durante cuatro o cinco interminables horas, nos mandan subir de nuevo a la galería. Luego nos enteramos que había tomado el mando de la Delegación de Prisiones en Madrid el famoso anarquista Melchor Rodríguez (que también lo era a nivel nacional). Este hombre extraordinario, que luego se le conocería como “el ángel rojo”, puso fin a las matanzas indiscriminadas y ordenó que ningún preso podía ser sacado de la prisión entre las 7 de la noche y 7 de la mañana sin una orden personal suya.

Respecto a la responsabilidad del entonces consejero de Orden Público de la Junta de Defensa, Santiago Carrillo, y según confesiones posteriores de varios funcionarios de dicha consejería, parece que estuvo personalmente en Paracuellos, al menos en la saca del 28 de noviembre. Más tarde soy juzgado por un denominado Tribunal Popular, formado por varios comunistas, que acuerdan dejarme en “libertad”. Como tenía miedo (a pesar de Melchor Rodríguez) a cómo esa palabra era aplicada en aquel tiempo, nada más se me comunicó la orden, emprendí veloz carrera con mi petate y salté al primer tranvía que pasaba por la calle Santa Brígida. Voy a casa de un amigo que vivía en la calle Orellana y allí me paso cinco días. Posteriormente me acoge un matrimonio inglés y luego me traslado a un piso que el capitán Lance (conocido como el “Pimpinela Escarlata” del Madrid rojo) tenía frente a la Embajada inglesa. Allí me encuentro con varios compañeros militares.

Un día, harto de tanto cautiverio, salgo a la calle y me detienen unos milicianos. Les enseño un diploma de la Cámara de Comercio Inglesa y les digo que soy funcionario de la Embajada de dicho país. Como no sabían leer inglés (y yo creo que tampoco castellano), me dan un salvoconducto y me dejan en libertad. Posteriormente me refugio en casa de un amigo turco -Stephan Stephanian Crikan- que tenía buenas relaciones en la Embajada de su país. El piso de Stephan estaba, nada menos, encima de la oficina de la Brigada de “El Campesino”. Tras disfrazarme de turco, a base de Bronzil (una pomada que olía que apestaba) y un turbante, me traslado a la Embajada de Turquía. Allí permanezco hasta que es asaltada dicha legación, pues se sospechaba que desde ella se estaba transmitiendo información a la zona nacional.

A primeros de enero de 1938 presto declaración en la famosa checa de Fomento y días después salgo en una expedición de presos rumbo a Barcelona. Nos trasladan en camiones rusos y bajo una gran nevada.

En Barcelona nos alojan en el buque prisión “Villa de Madrid”, en donde me encuentro con el famoso médico militar don Mariano Gómez Ulla y el falangista Rafael Sánchez Mazas (más tarde ministro de Franco). Poco tiempo después, nuevo traslado, esta vez a Montjuich. Allí pasamos un hambre terrible, llegando a comer hierba y hojas de árboles.

Días después, nos envían a un campo de trabajo en Ojern (Pirineo leridano). Éramos cerca de mil prisioneros. Allí se muere un hijo del conde de Romanones a consecuencia de una gangrena gaseosa. Hacíamos una carretera que presagiaba una inmediata evacuación del Ejército rojo. Como había perdido 25 kilos y me encontraba mentalmente alterado, me devuelven a Barcelona y me ingresan en la enfermería del buque prisión “Uruguay”. Tras recuperarme, paso por la cárcel Modelo y luego a la de San Elías, cerca del Tibidabo. Allí estoy varios meses. Todos los días preguntaban por nosotros miembros del Cuerpo Diplomático y ello nos salvó la vida. Oímos también hablar de las terribles torturas de las checas, especialmente de la de Vallmajor.

Al acercarse el Ejército nacional a Barcelona, se nos ordena un nuevo traslado. Yo y varios compañeros nos hacemos los enfermos (más todavía de lo que estábamos) y conseguimos que nos dejen allí como casos perdidos, tras una violenta discusión entre funcionarios de prisiones y milicianos (estos últimos querían matamos). Los otros que salieron de allí serían asesinados en el santuario de Collell.

Finalmente, la liberación de Barcelona por el Ejército Nacional y yo acudo a una casa del Socorro Blanco que estaba en la Diagonal y me presento horas más tarde a las nuevas autoridades militares. La pesadilla había terminado.”

(Del libro ‘Paracuellos de Jarama’, de D:Carlos Fernández. Edit. Argos Vergara. 1983)