Testimonio de Don RAFAEL LUCA DE TENA

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 “El 18 de julio de 1936 mi familia estaba en Madrid. Vivíamos en Alcalá 72. Y tenía 27 años y era el mayor de mis hermanos. Había estudiado Química y Farmacia.

El 13 de julio, día del asesinato de Calvo Sotelo, llegué a la estación del Norte en el exprés procedente de Vigo, a donde había ido a ver a mi novia y que hoy es mi mujer. Mi hermano Cayetano fue al entierro de Calvo Sotelo y en una refriega a la salida del camposanto le cayó encima un herido que le llenó de sangre. Llegó descompuesto, como si ya viniese del frente. En mi familia, como creo que en la mayor parte de las españolas, se presentía la guerra civil.

Iniciada la contienda y tras la confusión de los primeros días, fui detenido junto a mis tres hermanos, Cayetano, Ramón (que había estado en la defensa del Cuartel de la Montaña) y Daniel (que el 18 de julio toreaba en Barcelona y consiguió venir a Madrid). A otro hermano mío le cogió el Alzamiento en Extremadura en la finca de unos familiares. Se incorporó a la Legión como teniente de complemento y murió en la batalla del Ebro.

El primer día de detención lo pasamos en la checa de la calle Marqués de Cubas y a continuación ingresamos en la cárcel Modelo, creo que al día siguiente de la famosa matanza (23 de agosto).

Uno de mis primeros trabajos fue limpiar con una rasqueta las grandes manchas de sangre que habían quedado. Por cierto, recuerdo que cuando estaban echando los cadáveres a los camiones, al de Melquíades Álvarez le dieron mucho impulso y voló por encima del camión, cayendo del otro lado sobre unos milicianos.

Yo era el preso número 827 de la quinta galería, piso tercero, y mi celda daba a la Moncloa. La cárcel estaba llena. Destacaban cientos de militares, entre ellos bastantes generales y coroneles; también había muchos sacerdotes y falangistas, altos empleados de Correos y Telégrafos, títulos nobiliarios. En fin, como nos decían los milicianos: “carroña fascista”.

Para pasar el rato, a pesar de la espada de Damocles que pesaba sobre nuestras cabezas, se organizaron varios partidos de fútbol. Allí estaba Ricardo Zamora (luego puesto en libertad) y Monchín Triana (que sería asesinado), conocidos jugadores del Madrid.

Cuando las fuerzas nacionales llegaron a las afueras de la ciudad, nosotros las veíamos desde la Modelo y nuestra tristeza se trocó en alegría pues esperábamos que pronto nos liberasen. Sin embargo, no pudo ser y el cerco se estabilizó toda la guerra.

En la tarde del 6 de noviembre se hizo la primera gran saca. Los milicianos cogieron el fichero y lo abrieron por una letra. Fue la M y, de momento, los Luca de Tena nos libramos. Luego iban alternando unas con otras indiscriminadamente. Entre el 6 y el 8 la cárcel quedó semivacía ¡ y había allí más de 5 mil presos!

Poco después, tomaron la cárcel como cuartel general los miembros de las brigadas anarquistas de Durruti. También era la Modelo hospital de sangre y depósito de municiones. El día 17 comenzaron a evacuarnos a otras cárceles cercanas. Mis hermanos Daniel y Ramón acabaron en Porlier. Cayetano y yo fuimos a San Antón. El traslado se llevó a cabo en unas condiciones dantescas, en medio del fuego entre las columnas nacionales, que estaban a las puertas de la Modelo y las fuerzas rojas que defendían la capital. A la salida de la cárcel, saltábamos de trinchera en trinchera. Yo me acuerdo de Walken, un famoso fotógrafo madrileño que venía al lado mío. Luego, nos metieron en unos camiones y nos llevaron hasta San Antón.

Allí, nos encontramos con mucha gente conocida; entre otros a Julián Cortés Cavanillas que estaba de ordenanza. A mí el que más impresión me causó fue don Pedro Muñoz Seca, siempre con su buen humor y con una palabra amable para levantarnos el ánimo, tarea casi imposible en tan dramáticas circunstancias.

Y el 27 de noviembre por la noche dio comienzo la gran saca. Julián iba nombrando los presos que figuraban en la relación que le habían dado los guardianes para el “traslado”. “Creo que vais a Chinchilla” nos dijo. Don Pedro estaba cerca de nosotros. Yo le dije: “Venga al lado nuestro que le protegeremos mejor, va usted muy desabrigado y hace mucho frío.” Pero no pudo. Le dio un abrazo a mi hermano Cayetano y salió en otro autobús distinto al nuestro, rumbo... a una fosa previamente cavada en Paracuellos del Jarama.

Lo nuestro fue asombroso. Salimos de Madrid y el coche apagó las luces. Yo, que conocía la zona, iba haciéndome una composición de lugar por donde nos estaban llevando. De repente, el coche se paró. Yo calculé que estábamos sobre la desviación al pueblo de Barajas, en terrenos que pertenecían a una finca del duque de Tovar.

El autobús comenzó a encender y a apagar las luces. Debía ser la señal convenida. Pasan los minutos. Se oye una conversación entre nuestros guardianes, el escuadrón 50 de escolta del Partido Comunista, y otros -suponemos- milicianos. “Aquí llevamos -dice una voz- a una cuadrilla de fascistas para fusilar. “Parece que nos hemos desviado de la ruta. Después de más esperar -yo deduzco que a los otros autobuses del convoy- se da orden de continuar la marcha. El autobús -con las luces apagadas- en medio de la oscuridad da vueltas y más vueltas y, sobre las cuatro de la madrugada del día 28, se para nuevamente. El chofer dialoga con unos milicianos que le dan el alto y oímos el siguiente diálogo:

- “El Papa es un cabrón.” Ésta es la contraseña.

- Que el Papa “es un cabrón” estamos de acuerdo -le responden-, pero nosotros de contraseña no sabemos nada. Acercaros a la cárcel de Alcalá, que está ahí al lado, y preguntar.

Y tras esta peripecia asombrosa, llegamos -todavía de noche- a la cárcel de Alcalá de Henares, pero viniendo de la carretera de Valencia no de Madrid por lo que deduzco que habíamos rebasado Alcalá cuando hubo el diálogo con los milicianos.

En este autobús “milagroso” íbamos cerca de 20 personas, entre las que recuerdo (aparte mi hermano Cayetano): Santiago Gutiérrez de Anca, tres hermanos González Morales, Cristóbal González Camus, José María Jaime (ingeniero de la Telefónica, moriría en Alcalá), tres altos empleados de la Telefónica (entre ellos Romero, jefe de Tráfico), los dos hermanos Muguiro, un alto empleado de Correos, Antonio Samper Lillo (de la Telefónica), José Huertas González, ordenanza de ABC (había entrado como esquirol durante una huelga) al que llamábamos “Naranjito”.

Cuando llegamos a la cárcel de Alcalá de Henares, el director de la misma, que era funcionario del Cuerpo General de Prisiones -y por lo que vi luego una buena persona- se entrevistó con el jefe del escuadrón 50 del PCE, que venía con nosotros y quedamos allí alojados. Mi hermano Cayetano cree que nuestro benefactor fue ese jefe de escolta pero yo, por las circunstancias que he mencionado, creo que nuestro coche se perdió del convoy de Paracuellos y acabamos milagrosamente en Alcalá.

Oficialmente estábamos muertos y no se nos dio de alta. Nosotros en las tomas de lista hacíamos nuestros cambios de cola y conseguíamos pasar sin que se nos contase. Me acuerdo de una tarjeta que me envió un familiar a la cárcel de San Antón y sobre la que, supongo, un funcionario de la misma anotó: “Desaparecido el 28 de noviembre en Paracuellos del Jarama.” Esta tarjeta, que acabó llegando a mi poder, la conservo hoy todavía como recuerdo.

Otra peripecia asombrosa fue la que aconteció a mi hermano Ramón (que ya se había librado en el Cuartel de la Montaña) en la cárcel de Porlier. El 27 de noviembre por la noche comenzaron a llegar allí las listas de traslado, de puesta “en libertad”. Todos acabarían en el mismo sitio (las fosas de Paracuellos). Pero mi hermano era muy vivo y se acercó al miliciano y vio el encabezamiento de su lista que decía: “Dirección General de Seguridad. Por la presente, sírvase poner en libertad a los siguientes detenidos...”

Y Ramón le dijo al miliciano: “Eso quiere decir que me puedo ir”. “Sí, claro”, le contestó el individuo de mala gana. Y Ramón se acercó a la salida y, con varios testigos delante, le señaló: “Aunque sea de noche, puedo salir ya”. “Claro, hombre”, le contestaron. Y sin pensárselo dos veces, y ante el asombro de los milicianos, emprendió veloz carrera y ya no le pudieron cazar.

A los pocos días de llegar a la cárcel de Alcalá, y como consecuencia de un bombardeo, las turbas se dirigieron a la prisión con el objetivo de liquidarnos a los más de 1.500 presos que allí estábamos. La primera persona que les hizo frente fue el director, bajito de cuerpo pero grande de alma, que con gran valor impidió la arremetida. Luego llegó un coche de la Dirección General de Prisiones con varios detenidos y en el que venía Melchor Rodríguez, el anarquista, al que habían nombrado delegado de Prisiones. Colocó la furgoneta en la puerta de entrada y subiéndose al techo de la cabina logró detener a las masas.

En Alcalá estuvimos sin dar de alta (ya que habíamos “muerto” en Paracuellos) hasta el día de la toma de Málaga (7-2-37). Yo, como tenía los estudios de Farmacia, entré en la enfermería, que estaba a cargo de un señor llamado don Desposorio. Se habían programado tres medicamentos: aspirina, jarabe contra catarros (que valía desde un resfriado hasta una angina de pecho) y bicarbonato.

Desde Alcalá, nos trasladaron, en el mes de mayo, a la cárcel de Porlier. Primeramente dio la impresión de que nos iban a poner en libertad, pero alguien debió de decir que personas apellidadas Luca de Tena tenían que estar entre rejas y nos pasaron a manos del llamado Tribunal de Desafección a la República, que decidió juzgamos por el procedimiento sumarísimo (nosotros llamábamos al tribunal el “teléfono”, porque había muchas penas que eran de 2 años, 11 meses, 29 días, 2-11-29).

El juicio se celebró en la sala segunda en el mes de septiembre y yo sólo asistí el primer día, pues me dijeron que daba igual. Y así fue. A pesar de que declararon como testigos a mi favor diversos catedráticos de la Facultad de Farmacia (entre ellos el señor Madinabeitia) me condenaron a 20 años y un día de prisión, que luego rebajaron a 12 años. Me acuerdo que en “La Voz” salió un comentario sarcástico que se titulaba: “Ya era hora. Los Luca de Tena se ponen a trabajar.”

Y continué en Porlier hasta el 4 de noviembre de 1937 en que nos trasladaron a Alicante en un tren de ganado con los respiraderos cerrados. El viaje duró tres días y por única comida nos dieron un bocadillo de carne que, encima, estaba medio podrida.

En Alicante, mi hermano Cayetano -dada la escasez de la comida- se había tomado ración doble y le condenaron al castillo militar de Santa Bárbara, cuyo régimen carcelario era signo de una mazmorra de la época medieval. Cuando me enteré, solicité inmediatamente mi traslado allí para cuidar de él. Con eso de ser farmacéutico, me destinaron a la enfermería y yo le llevé allí conmigo, librándonos otra vez de la muerte, pues debido a la escasez de alimentos, los presos comenzaron a morirse en medio de grandes dolores, con el vientre hinchado y ofreciendo un aspecto digno de lástima a cualquier ser con un mínimo de sentimientos de humanidad. A tal extremo llegaron las cosas que un día visitó el castillo un militar republicano de graduación y dijo a los responsables de la prisión que a la gente o se la fusilaba, o se le ponía en libertad o se la encarcelaba con dignidad, pero que aquello era una vergüenza para la República.

Finalmente volvimos al reformatorio de Adultos de Alicante, en donde estuvimos hasta el final de la guerra. Allí me encontré un día a un guardia -creo que de Asalto- que había estado en la Modelo con nosotros. En una ocasión, con remordimiento de conciencia, me contó que en la amanecida del 7 de noviembre no sólo se habían liquidado a los mil y pico de Paracuellos del Jarama, sino a otros tantos que habían sido enterrados posteriormente en grandes fosas en Boadilla del Monte.

En resumen, un drama más de la gran pesadilla que fue la guerra para los que tuvimos la desgracia de que nos cogiese ésta en el Madrid republicano. Yo he conocido, finalizada la contienda, la represión efectuada en otras ciudades. Pero ninguna de ellas se acerca, ni con mucho, a lo que aconteció en Madrid. Fue una mezcla de terror policiaco, de sadismo en las torturas y checas, de genocidio en las grandes sacas de Paracuellos, de odio exacerbado de clases, de persecución sin respeto de edades y sexos, de furia contra la religión católica y los que en ella creíamos.

Como católicos debemos perdonar y así lo hemos hecho. Pero lo que no haremos nunca es olvidarlo, no podemos. Ojalá que los españoles no vuelvan a vivir un drama semejante.”

(Del libro ‘Paracuellos de Jarama’, de D.Carlos Fernández. Edit. Argos Vergara. 1983)